TYRION
Bajó
todo lo rápido que sus piernecillas le permitían. Ya tenía casi seis años, pero
sus extremidades no lo reflejaban. Sólo su tronco y su cabeza, aunque algo más
grande de lo normal, parecían corresponder a su verdadera edad. La servidumbre
lo adoraba porque era un niño simpático y encantador, siempre con una sonrisa o
una broma ingeniosa para ellos. Nadie en Roca Casterly le recordaba su
deformidad… Sólo su padre y su hermana Cersei. La relación con ambos era fría y
distante, lo que en el fondo agradecía. Lord Tywin era Mano del Rey y pasaba la
mayor parte del tiempo en Desembarco, adonde se había llevado a Cersei tras la
muerte de su madre. Lo trataba con desprecio y, aunque nunca se lo había dicho
a la cara, lo culpaba de la desgraciada pérdida de Lady Joanna. Desde que tenía
memoria, lo recordaba diciendo una y otra vez que era injusto que ella muriera
para dar la vida a semejante engendro, una aberración indigna de la casa
Lannister. Por su parte, Cersei le llamaba Gnomo
y lo miraba como si fuera un insecto. Tyrion sospechaba que, de haber
podido, lo hubiera aplastado con el pie el mismo día en el que nació, al igual
que haría con una cucaracha repugnante. El niño sólo encontraba apoyo en su
hermano Jaime, al que echaba de menos desde que se fue para ser pupilo de Lord
Sumner Crakehall. Las semanas que pasaba de visita en Roca Casterly eran esperadas
por Tyrion con anhelo. Como Cersei, Jaime era un muchacho hermoso y rubio. A
Tyrion le gustaba imaginar que era como él. Al fin y al cabo, a pesar de su
estatura y de que sus ojos eran cada uno de un color, tenía el pelo dorado de los
Lannister, cosa que Cersei veía como un insulto. «Me dan ganas de echarte
hollín de la chimenea para que nadie sepa que eres mi hermano, Gnomo», le decía de pequeño. El niño
lloraba desconsolado ante la amenaza y buscaba a las criadas o a Jaime si
estaba allí, que lo agarraba de la mano y lo llevaba lejos de su gemela. A
veces se preguntaba cómo sus hermanos podían ser tan iguales y tan distintos a
la vez.