JAIME
El
compromiso de Cersei con Robert no le pilló por sorpresa, aunque le costaba
asimilarlo. Lo que más le dolía era no poder ver a su hermana por todo el
protocolo que exigía la preparación de la novia. Era desesperante saber que
estaba tan cerca y, a la vez, tan lejos de él. Se había reservado toda un ala
de la Fortaleza Roja para la muchacha y la numerosa corte de mujeres que la
custodiaban, además de las costureras y las encargadas de arreglar y adoctrinar
a la futura esposa del rey. La Guardia Real vigilaba la entrada de aquella
zona, pero no patrullaba dentro de ella. Jaime no tuvo la suerte de ser uno de
los elegidos para hacer un turno allí, algo que a lo mejor le hubiera dado la
oportunidad de ver a su hermana, aunque sólo fuera de lejos. La sombra de su
padre estaba de alguna manera muy presente en la elección de los capas blancas
para cumplir esa tarea. A veces Jaime se paraba delante de la puerta que
cerraba la estancia que había sido la habitación de Cersei en los años en los que
Lord Tywin había sido la Mano del Rey, recordando su reencuentro tras mucho
tiempo sin verse. Ya era algo muy lejano, había pasado más de año y medio, pero
las sensaciones de esa noche aún eran vívidas. Ella era la única mujer en su
vida, con la que perdió la inocencia y por la que no le importaría dejarlo
todo, morir. Hubo un tiempo en que quiso odiarla por lo que hizo con él: se
sentía como un condenado al que le hubieran dado el mejor banquete de su vida y
después lo hubieran castigado a morir de hambre, dejándole los exquisitos manjares
que había probado en una ocasión a la vista, pero lejos de su alcance. No lo
consiguió, amaba a Cersei con toda su alma. Ahora iba a ser la esposa de otro,
del rey nada menos, a quien había jurado proteger. También había hecho el mismo
juramento a Aerys y lo había asesinado… Pero Robert no se merecía la muerte.
Había salvado el reino de los desmanes del Rey
Loco y le había otorgado su perdón, lo que demostraba su magnanimidad.